miércoles, 22 de septiembre de 2010

Paranoia virtual

Internet es una herramienta curiosa. Mientras ofrece posibilidades ilimitadas de acceder a todo tipo de contenidos y de crear mundos a la medida del navegante, permite ejercer un control supervigilante respecto a nuestros devaneos virtuales. Sin importar si borramos periódicamente nuestro historial, el gran hermano puede acceder a nuestros secretos más disimulados tras las respetables convenciones sociales, lo cual estimula la autocensura a niveles ridículos.

Por ejemplo: si alguien en su perfil de facebook pone que está "en una relación" y nunca especifica el nombre, es fácil inferir que esta persona es gay, aún si se trata de alguien cuya identidad sexual es conocida por su entorno más cercano. ¿Por qué ocurre esto? Porque lamentablemente aún existen prejuicios, y no estamos acostumbrados a exigir que las personas "importantes" (carabineros, autoridades, jefes y todos aquellos que están uno o más peldaños arriba en la escala social) sean capaces de hacerlos a un lado.

Siguiendo con facebook: probablemente la PDI tenga un archivo individualizado de consumidores de marihuana sobre la base de la info que algunos ponen en facebook. Entonces, algunos consumidores se persiguen, otros no consumidores ironizan, otros desafían y los más se hacen los tontos. Por tanto, facebook se convierte en el reino de la hipocresía social. Porque en estos tiempos la verdad es muy posible que estalle o traiga problemas indeseados con alguien.

El tema de los chats, foros y cómo utilizamos estas herramientas también es un campo abierto a la especulación: aquellos que tienen amigos virtuales, establecen relaciones virtuales en sus distintas modalidades donde muestran facetas que no exhibirían en su cotidianeidad habitual en su mayoría se crean personajes e identidades más o menos coherentes con la que exhiben en vivo y en directo, muchas veces para no enfrentarse con los prejuicios que rondan el macroespacio social.

Entonces, nos damos cuenta que en estos mundos virtuales se reproducen las mismas neurosis que demostramos en nuestra existencia del día a día. Resulta asombroso cómo algunos aún se atreven a hablar de una sociedad de libertades bajo parámetros tan rígidos donde, para ser relativamente libres, hay que disimular para que el ojo del gran hermano no se pose sobre nosotros. Es cierto que hay individuos que utilizan la red para mentir, engañar, abusar y dar rienda suelta a variadas perversiones, pero tambien es cierto que pervertidos, abusadores han existido siempre y que no podremos, ni con toda la represión del mundo, borrarlos si es que primero no creamos una sociedad sana donde no haya nada que esconder.


jueves, 19 de agosto de 2010

A Cause de garçon

Y así, de pronto, mis dramas existenciales se vieron relegados a un rincón. Un mensaje telefónico con un número me salvó de la inercia que venía arrastrando hace meses, la cual había adquirido vida propia y a través de este blog se había exhibido sin pudores ni vergüenzas, apoderándose de mi existencia desprovista de todo excepto de la deliciosa ironía, una manifestación postrera de la resiliencia que usualmente aborta mis coqueteos con el delirio surrealista desatado.

Y me convertí en garzón. Así, sin más preámbulos que una charla informal donde ni siquiera me pidieron el famoso currículo, me vi integrado de súbito al trajín de ofrecer menús y servir almuerzos a oficinistas y profesionales que, como yo mismo en alguna otra encarnación, recurrían a cualquiera de estos restaurantes que ofrecen comida "de la casa", a estas alturas verdaderos clásicos nacionales, para saciar sus apetitos estimulados tras una intensamente tediosa jornada laboral.

De sobra sabía que en medio de tantas preocupaciones importantes, y con un sueldo miserablñe que era preciso estirar, el garzón era apenas un aderezo en el decorado habitual de los almuerzos, invisible en su eficiencia, y evidente apenas en sus errores, que eran destacados con la virulencia propia del estresado que los utiliza como excusa para desatar su tensión acumulada. En la Municipalidad de La Serena un colega que no nombraré era especialmente escrupuloso al respecto y protagonizó un par de escenas memorables reclamando por la carne del pescado recocida, el servicio con manchas de grasa y el té servido con la hervidora en la misma mesa en la que estábamos comiendo. Fuera de eso, en la CMP las meseras eran simpáticas, y en el Minuto Noventa había un garzón espcialmente insufrible que hacía gala de sus sarcasmo a la hora de tomarnos los pedidos a los periodistas que almorzábamos ahí con bonos de colación. ¿Propinas? Ni pensarlo... habían asuntos más urgentes en qué pensar...

En la burbuja propia de todo aquel que jamás en su vida se vio en la obligación de trabajar para ganarse el pan y que más encima recibió una excelsa educación universitaria jamás se me había ocurrido que algún día yo también serviría mesas, ni menos, que cuando lo hiciera, saliesen a relucir en mi prejuicios que ilusamente creía superados.

Porque da pudor, sobretodo cuando a uno le toca atender a gente con la que alguna vez uno se topó en circunstancias más horizontales, o acaso ese pariente que siempre despreciamos por simplón. Uno se enfrenta a la conmisceración de los colegas preocupados ante los cuales encarno la pesadilla del profesional universitario hecha carne, al desprecio de las señoras a las cuales no les interesa que uno solo debe encargarse de atender con cortesía y sin equivocarse a nueve mesas más, muchas de ellas con personas igual de importantes que esperan hace un rato mucho más largo, al escrutinio inmisericorde del comensal al cual le parece que "no se ve bien" debatir o vestirse de tal o cual manera...

Y finalmente, darse cuenta que todas aquellas miserias son apenas rabietas sin sentido, porque el oficio de garzón no es ni más ni menos que un trabajo más, tan relevante como insignificante, tan entretenido como rutinario, nada humillante ni vejatorio para ninguno de nosotros. He aprendido a tomármelo como un juego, como una actuación, y mientras estoy en el set me esfuerzo, aún con los señores que ni por travesura piensan darme propina porque, tal como a mi en algún momento, simplemente no les nace, ni se les cruza ni remotamente por sus ocupadas cabezas.

No es mi vocación, ni el trabajo soñado, pero tampoco la tortura que imaginé en mis delirios inertes. A ratos incluso llega a ser entretenido jugar a ser invisible y servir sin distinciones. A veces me salgo del rol, por travesear, y hago reir a los niños que se aburren mientras los papás comen, o deslizo un comentario al pasar, uno de mozo... inofensivo. Las pesadeces las ignoro olímpicamente y las esquivo con más azúcar.

Y cada día voy construyendo el camino que me lleva a la inspiración, al alimento, al mundo del arte que está ahí, en los comedores, en el balanceo de los platos de cazuela hirviendo que debo llevar a destino sin que se derramen.




A

jueves, 8 de julio de 2010

Las palomas

Desde que a algún bienintencionado europeo se le ocurrió que era buena idea traer a un par de palomas para alegrar los jardines de alguna plaza local que estos bicharracos se han extendido a lo largo del país sin ningún control, para llegar a un momento histórico en el cual son amas y señoras de la mayoría de las ciudades que conozco: están en las pintorescas casonas de Valparaíso y en los aburridos edificios comerciales de La Calera, en las casonas de madera Ancuditanas y en las frondosas arboledas de Buin: allí están, y para mi hace rato que dejaron de ser algo admirable, desde que llegaron a mi barrio... y a mi casa.

Antes, mi abuela solía alimentar gorriones con migas de pan y desde que dejamos de tener perros el 2003 todo resto de comida iba destinado a "los pajaritos." Podría aociar mi infancia a esos gorriones que vivián en el damasco de la comadre Berta (mi vecina) y, según mi abuelita, le contaban todo lo que pasaba alrededor. Cuando aparecieron "ellas" no volvieron a verse los gorriones, y si bien en un principio me parecía romántica la idea de escuchar su gorjeo en las madrugadas románticas de mi fase más alternativa, pronto cambié de opinión.

No recuerdo si dejaron de gustarme a mí o fue el hecho de que a mi abuelita le dejaron de gustar y me hizo partícipe de su antipatía, pero puedo inventar que fué cuando comenzaron a anidar en el entretecho del taller de mi abuelo y ella me pidió a MI que hiciera algo. Así que una tarde me animé, agarré unas tabñlas viejas sin usar y unos clavos y me dediqué a la tarea de tapiar todos y cada uno de los huecos del entretencho por donde se metían hasta que me di cuenta de que si lo hacía quedarían encerradas unas pequeñas que no alcanzarían a salir, e ingenuamente les dejé un huequito para que salieran.

Craso error: las palomas no sólo siguieron allí sino que además arrancaron alguna de las tablas que había puesto, así que la segunda vez no tuve compasión. Esa tarde clavé tablas encaramado como un mono, mientras recordaba y comprendía al Pirata Sam, al Coyote y a tantos otros cazadores incomprendidos que hacían el loco en las pantallas de mi niñez, y sobretrodo a aquel capítulo de Matrimonio con Hijos (la gringa, ignoro si aquí lo repitieron) donde Al Bundy debe enfrentar a los conejos que arrasaban con su jardín y parecían burlarse de cada una de trampas que éste les ponia cada vez más sulfurado y rabioso.Así me sentía yo frente a aquellas sucias ratas con alas que una vez más harían pedazos mis esfuerzos, pero no... no nos adelantemos tanto. Al otro día, despues de cumplkir mi misión, pude contemplar con verdadera satisfacciób cómo los malditos bichos se acomodaban tozudamente en los bordes del entretecho al verse imposibilitados de entrar a sus viejas madrigueras. No obstante, la sensación de triunfo pronto se esfumaría y fdaría paso a la rabia al darme cuenta que esos sucios insectos decidierton desquyitarse eligiendo el techo de mi pieza como centro de convenciones nocturnas: ahí no pude escapar más de sus horrorosos gorjeos.

Sin embargo, al tiempo después se me hicieron costumbre y me olvidé, como suele suceder en esos casos. A ratos alzaba la vista y me encontraba con el cruel recordatorio de mi derrota, y me volvía la rabia; entonces pensaba en venenos, escopetas a postones y una serie de soluciones descabelladas. Una vez, mi abuela y yo fuimos a preguntar a una ferretería, inconscientes de que, al parecer, según la delirante legislación chilena, matarlas es un delito (me imagino que el idiota que las trajo tuvo algo que ver con eso)

Porque, amigos míos, las palomas en Chile son una PLAGA que no posee depredador natural, por tanto, no existe una autorregulación en su población y su presencia altera el equilibrio natural de cualquier ecosistema. Además, transportan una serie de parásitos y enfermedades. La pregunta es ¿Por qué ninguna autoridad figurona se ha preocupado del tema? ES uno de los tantos enigmas sin resolver...

Por ahora, las palomas se han mantenido en su teritorio conquistado. Cada vez que entro al taller les golpeo el entretecho con lo que tenga a mano para que no se olviden de mi, y cuando salgo al patio con mi abuela juego a tirarles piedras aunque sé de sobre que cuando se arrancan en realidad realizan un vuelo circular para luego volver a la misma posición. Pero nadie asegura que mantengan su posición; es más, ya han dado muestras de querer ampliar sus dominios, apoderarse de lo que queda de nuestro hogar. Pero ese tema será para otra ocasión...

miércoles, 23 de junio de 2010

Paseos al Cementerio

Durante mi época gótica-tardía descubrí que me gustaba la tranquilidad de los cementerios, de mochilero me he dado el gusto de conocer varios y debo reconocer que me siguen pareciendo lugares muy interesantes a pesar de que encuentro ridículamente sinsentido los ritos mortuorios en general, y evito asistir a funerales de seres queridos porque prefiero quedarme con sus recuerdos en vida y si voy a alguno es más por consideración a los sobrevivientes que por otra cosa.

Sin embargo, dentro de mi familia el cementerio se vuelve una representación simbólica de la insansa convivencia que sostenemos los integrantes del diluido núcleo familiar al cual pertenezco, y eso lo vuelve súper entretenido, a pesar de lo folclóricamente feo que es el cementerio de Coquimbo con sus mausoleos cuadrados, sus tumbas llenas de calcomanías, peluches, esas tenebrosas tarjetitas musicales, esas inspiradas frases cliches con impresentables faltas de redacción y todos esos detalles kitsch que no pueden faltar en una ciudad tan kitsch como ésta.

Mi papá es ateo, pero desde que su padre (mi abuelo) murió, va religiosamente al cementerio casi cada fin de semana. Como a él no le gusta comprar flores, no encontró mejor sucedáneo que comprarle una macetas de quiscos, que gracias a sus ciudados se ha ido multiplicando hasta el punto de llenar el nicho. Además, cada ida al cementerio él la transforma en un peregrinaje trascendental en el cual visita a la mayoría de los parientes que tenemos enterrados allí: la tía Olga, hermana de mi abuela, en vida una mujer flaca y huesuda que amaba los cigarrillos, los abrigos de tweed y dueña de un temperamento explosivo y feroz; el bisabuelo Julio: peluquero, carpintero, fotógrafo, guitarrista y don juan, entre otras cosas, de quien presumo heredamos nuestras gracias artísticas; mi tata, no menos interesante que los anteriores aunque por ahora prefiero pasarlo por alto, y mi bisabuela Gavina, según quien la recuerde una abuela querendona o una suegra intrigante e insoportable merecedora de escobazos.

Mi querida tía también visita el cementerio, y cada vez que lo hace, ordena los quiscos de manera distinta para que sus flores resalten y así se queda hasta que mi papá vuelve a visitar el cementerio, y así sucesivamente. Ellos no se hablan hace años, pero mantienen un diálogo ininterumpido a través de los elementos del nicho. Cada vez que convenzo a mi abuela ella elige descabelladas combinaciones de colores y a los otros parientes les deja aunque sea tallos de claveles (a lo Morticia Addams sin ninguna referencia directa) y yo le prendo un incienso o le dejo pequeñas obras de arte que cualquier visitante podrá apreciar los días en los que mi tía no se ha aparecido.

Son rituales, así como otras familias almuerzan juntas los domingos, o ven televisión, nosotros nos encontramos en el cementerio, por separado, sin ser góticos ni posmodernos.

Cesante

Después de fingir por once meses que pintaba (poniéndole todo el empeño, para ser justos) estoy empezando a darme cuenta de que estoy cerca de los 29, cesante, con un título universitario de periodista que para lo único que sirve en estos días es para criar polvo en el living y ninguna otra habilidad que me permita ganarme la vida honestamente.

Uno de mis amigos intelectuales lo había vaticinado, durante alguna aburrida tarde de caña dominical. Yo, por supuesto, no lo escuché. "Algún día vas a dejar todas esas fantasías hippies y te vas a dar cuenta que no estás insertado en el mercado, que no posees experiencia laboral, y a esas alturas, ya va a ser tarde" fueron sus proféticas palabras. Sin embargo, sigo alimentándome de fantasías hippientas, así que quizás sea cierto que los oráculos no son más que placebos para nuestras mentes confundidas, como también solía repetir.

En fin, estoy cesante. Por lo menos aún tengo un hogar, comida caliente y algo de plata para darme vueltas mientras reviso las páginas del diario por internet (después de trabajar ahí no sé si volvería a comprarlo) me doy cuenta que para todo piden una experiencia que ya no tengo y que no se puede comprar (para que vean que no todo lo importante tiene valor comercial) al tiempo que sinceramente no me imagino ni de vendedor de tienda con su uniforme planchadito, ni en ninguno de esos locales de comida rápida que me vería obligado a consumi.

Me pregunto cómo sería trabajar de reponedor de supermercado alguna vez, recorrer esos pasillos pulcros y llenos de cosas rellenando las bandejitas de productos, algo que hace algunos años se me antojaba infumable y ahora es meditado con detención cada vez que recorro los pasillos de algún supermercado. O en alguno de esos autoservicios al costado de la carretera, o alguna tienda llena de personajes bizarros, como en alguna de las películas independientes que ahora sí tengo tiempo de ver. Quizás lo termine descubriendo, o quizás me termine desvaneciendo antes, o acasdo algunba conjunción cósmica me salve, no pierdo la fe.

Acabo de ver un cortometraje de Michel Gondry llamado "Tokyo" donde la protagonista, una chica japonesa en mi misma situación, descubre que posee el extraño don de convertirse en silla, y así un músico la lleva a su hogar y así, convertida en un objeto, descubre la felicidad. A veces pienso que sería feliz siendo un cuadro, una repisa o un catre, sobretodo estos fríos días de invierno después de madrugar en internet adquiriendo cada vez más conocimientos inútiles, o extraviarme en conversaciones delirantes con personas que si bien trabajan o estudian no dejan de inventarse dilemas existenciales para tener algo en qué pensar. En Coraline uno se da cuenta que es muy distionto crearse una realidad a la medida para escapar de la monotonía a abrir los ojos y darse cuenta que la monotonía también es mágica.

Es invierno, hace frío, duermo de día, navego de noche, estoy cesante, no tengo ganas de hacer nada y sin embargo escribo, observo, me río, comparto, aprendo y no dejo de estar vivo aunque para los políticos no sea más que un porcentaje infinitesimal en una planilla excel y las multitiendas no cesen de ofrecerme tentadores créditos y tarjetas que no quiero utilizar. Sueno posmoderno, y me voy dando cuenta que la gracia del beatnik era ofrecer la cotidianeidad como modelo oracular, o al menos así me acomoda pensarlo. Y ya no se me antoja tan extraño escribir acerca de mi. Soy cesante, y de alguna torcida manera, lo disfruto.

jueves, 17 de junio de 2010

Poseros

Cada vez me convenzo más de lo raro que es Chile, las evidencias están ahí, a la vuelta de la esquina.

Todo detonó una fría noche de invierno cuando en una botillería un televisdor sintonizado en el clb de la comedia mostraba a un comediante mofánmdose de la gente que dice que no ve tele, revelando con hábil sarcasmo lo ridículamente pretencioso que suena. Yo soy de esos, así que por un segundo el tipo este capturó mi atención y llegué a la concusión que sí, que es bastante ridículo decirlo.

Sin embargo, si fuera por la cantidad de frases ridículas que la gente usa cotidianamente, creo que muy pocas personas deberían tener la insolencia de hablar en público, y para eso, sólo basta con prender la tele a cualquier hora, poner cualquier canal y escuchar... a mí, de verdad, me da lata prenderla, pero nadie podría negar el efecto hipnótico que posee una tele prendida en el living mientras uno toma once o intenta conversar. El. otro día me tocó entrar a un okupa muy conocida y al llegar al living los chiquillos veían "Feroz" . Me senté con ellos un rato a esperar y al rato uno de ellos me comenta, a modo de disculpa "es que estábamos viendo Los Simpsons y se nos quedó prendida, si en realidad aquí no vemos casi nunca tele y de hecho, más rato vamos a ver un documental." Los más desconfiados podrán interpretar esta narración hasta aquí como el típico desplante sarcástico del chileno "opinante" que vive burlándose de todos para que su propia ridiculez pase piola. Sin embargo debo decir que yio igual me enganché viendo la teleserie con sus pésimas actuaciones y su forzado sentido dramático, y tengo que reconocer que me pasa siempre lo mismo: vez que me encuentro frente a una tele prendida y no tengo opción de apagarla, me atrapa; y así, atrapado, también tengo mis preferencias, desarrolladas a partir del hecho de que el hogar donde vivo es el reino de la televisión a todo chancho y que, me guste o no, despierto todos los días con esos patéticos intentos de conversaciones pseudointelectuales de Felipe Camiroaga, Ricarte Soto, Raquel Argandoña y todos esos personajes, y tras vivir incansables y polémicas diatribas en contra de la tele prendida no me ha quedado otra que resignarme a mi rol de consumidor obligado y dentro de la delirancia, consumir lo menos agresivo, que casi siempre terminan siendo monitos animados, seriales gringas y teleseries brasileñas. El horario de las siete de la tarde termina siendo una eterna estratagema para evitar que mi abuela sintonice "Yingo" o "Calle siete" y las noches que estoy ahí mi lucha se extiende a evitar "Morandé con compañía" o alguno de esos insufribles programas como "Aquí en vivo" "informe Especial", "Contacto" o alguna de sus perversas variantes. Es decir, me guste o no, termino viendo tele igual.

Y no dejo de preguntarme ¿Por qué se asume que toda opinión políticamente incorrecta se toma como algo pretencioso? ¿Por qué uno no puede decir "no me gusta ver tele" o "no me gusta el fútbol" o "no como carne" o "no voto" sin asumir como consecuencia una ondonada de opinioenes tratando de convencerte que uno está nadando contra la corriente, y además está condenado a una eterna frustración porque nadie va a dejar de hacer asados ni de ir al estadio porque uno no lo hace y a fin de cuentas uno se termina aislando de un montón de lugares comunes compartidos socialmente de puro pretencioso, idiota y amargado?

Muy simple, el chileno medio abomina de lo distinto en su cotidianeidad. Todo aquel que no actúa como él o no comparte sus opiniones es automáticamente alguien raro, desadaptado o con evidentes problemas de socialización y eso es algo que se hace evidente cuando se trata de fenómenos colectivos, supuestamente compartidos por todo el mundo. Y no creo que sea nada crel, sino una necesidad de sentirse integrados, de trascendencia social que se realiza a través de las mierdas que nos hacen consumir a diario. Identidades tan frágiles que necesariamente necesitan de un otro para sentirse mejores.

¿Por qué no asumir de ouna vez por todas que no tenemos identidad y que eso es una ventaja gigante? Así nops vamos construyendo a nuestra propia medida pero sin pretender que esa es la única ni mejor posible, y dejamos de una vez por todas de pelear por tonteras que no valen una mierda mientras los mismos de siem,pre saquean y saquean y nosoptros hablamos de farándula, o de la selección, o de lo peligrosa que es la vida hoy.

miércoles, 9 de junio de 2010

Semillas de maldad

Tengo buenas fortuna con mis amigos, pero no siempre fue así. Ha sido un reto arduo aprender a lidiar con las personas más allá de sus muchas veces insoportables trancas y manías, como suele suceder, muchas de ellas reflejos invertidos de las mías.

Cuando era chico prefería mil veces conversar con los amigos de mi papá o de mi tía que con los niños de mi edad, la mayor parte de ellos criaturas burlescas que no hacían más que poner de relieve mi temprana y evidente disociación de aquello que la mayoría de la gente consideras como "cotidiano" en pos del olvidado y muchas veces rarísimo"sentido común." Los adultos no. Ellos admiraban mi conocimiento enciclopédico y mi encantadora simpatía a tal punto de que, felices, accedían dejar de lado un rato a mis parientes para dedicarme unos minutos. Sea lo que fuere la emoción que los motivaba, yo me sentía el centro del mundo.

Sin embargo, no era con todos los adultos. Para acceder a mis simpatías, debían poseer algun grado de elegancia o excentricidad, y saber sostener una conversación medianamente decente. Los "otros" adultos, aquellos que me parecían vulgares, maleducados o demasiado "rascas" sólo recibían mi más profundo y asoluto desprecio, sumado a la extrañeza del por qué gente como "esa" gozaba de tanta cercanía con mi familia (aclaremos aquí que estamos hablando de plena dictadura y que mi mayor contacto con la realidad era Martes 13 y el noticiero "60 mentiras")
Pronto descuriría que muchas veces "las apariencias engañan" y por ese entonces conocía gente inteesantísima como un misterioso hombre que le decçiamos "El cesante" que de vez en cuando se quedaba conversando con nosotros en los juegos infantiles y que vivía contándonos historias fraudulentas acerca de lo pobre que era, el "lolosaurio" un hombre delgado, moreno y arrugado de aspectro noble y muy humilde que se encargaba de cortarle el pasto a los vecinos, al cual prefería frente a otro, más joven y fornido, de bigotes anchos y melena de bacinica (la misma de mi odiado primo mayor) al cual una vez llegué a decirñle en su cara que me parecía una persona "rasca", y otros tantos que de elegante y distinguidos no tenían nada pero les sobraba el ingenio, la picardía o la nobleza.

No tenía la noción entonces de que los adultos viven encerrados en un mundo de ilusiones creado a su propia medida desde hace más de mil años. Para mí las criaturas nefastas eran los otros niños, los que decían garabatos, meaban en cualquier parte, se reían de mi ropa vieja y sucia (no entendían que la llevaba para no arruinar la nueva, esa que sólo se usaba para salir) y de mis modales afectados. Y como no me entendían, yo no era capaz de entenderlos a ellos: vivía la perfecta ilusión etnocéntrica de todo niño mimado.